miércoles, marzo 05, 2008

"Lo que sé de los vampiros" de Francisco Casavella

Cambiarlo todo para que todo siga igual… Se presta esta novela, de antemano, a exaltar la novedad: ¡Casavella abandona Barcelona, Casavella al Siglo de las Luces se va! Y, sin embargo, salvando tan obvias distancias, Lo que sé de los vampiros es obra casavelliana como la que más. Tan ambiciosa y reconocible en su recorrido emocional como el tríptico de 'El Día del Watusi', si bien perfeccionada, despojada de los baches rítmicos que algo lastraban el episodio segundo de aquel. Donde decía reciente Ciudad Condal dice ahora el autor Europa iluminada; pero hasta ahí las divergencias, que su universo creativo sigue siendo el que es. Así que ante todo tenemos al “raro” de turno, un “americano en París” que aquí es gallego en Roma, de devoción jesuita y vocación caricaturista, para más señas. Y a su vera no tarda en desencadenarse la lucha eterna que ha de marear su peripecia vital, el roce (que a veces hace el cariño y otras no) entre quienes de tanto en tanto se acuestan con el poder y quienes poco caso le hacen por dormir con él noche tras noche. Como representante de los primeros, el embaucador marca de la casa, un músico de manos tullidas, un filósofo y un alquimista, de últimas un hombre consumido por el desencuentro entre la altura de sus pasiones y las bajezas de la cruda realidad. Y, en el rincón de los segundos, una doble caterva: la de los reyes, príncipes y cardenales del Antiguo Régimen por un lado y, por el otro, la de los ciudadanos ascendidos a clase dirigente a partir de 1789. Señal de que las revoluciones se construyen a imagen y semejanza de este libro: todo cambia, todo sigue igual.

Nuevos vampiros viejos
El héroe casavelliano, fiel a sí mismo, se mueve. Alimentado de fabulaciones ajenas y alguna que otra mala idea propia, abandona la península a la carrera, flirtea con la picaresca al surcar las sucias callejas de Roma, bordea acantilados daneses, se suma a las turbas parisinas que construyen la igualdad a golpe de guillotina y acaba desembocando en las localidades balleneras del Nuevo Mundo para, cual reflejo invertido del cowboy crepuscular, dar la espalda al sol naciente y partir a la busca de un verano indio en las estepas del Oeste aún salvaje. Tránsito el suyo que el autor viste con un aluvión de sucesos y personajes históricos destinados a ser pasto de la interpretación y el relativismo: hay, a menudo, más verdad en el mito que en los honorables volúmenes donde se recoge el objetivo estudio del pasado. Así las cosas, nada redime a los cándidos de este mundo como tomar la alternativa narradora. Palabra de Casavella.

¿Qué hay, ahora bien, más allá? ¿Qué nos ofrecen estos vampiros nuevos si las constantes en que muerden son viejas y son las de siempre? Ante todo, 560 páginas primorosas, deliciosas, divertidas algunas y líricas otras, morales cuando no estéticas o instructivas en su descripción de usos, enumeración de anécdotas y regurgitación de latinajos. No es poco y aún hay más. Porque la radiografía de esa época, quien quiera entender que entienda, hermana al cardenal vaticano con el banquero postfranquista, al cantante de corte ilustrada con el modernillo de banda de la Movida. Y, de últimas, certifica ante nosotros la leyenda de un autor que comenzó haciendo de Barcelona su mundo y anda ya modelando el Mundo como si del salón de su casa barcelonesa se tratara. En verdad magistral…

(Esta reseña ha aparecido en el número de marzo de Qué Leer)

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